Tomo el título (o parte de él) del libro de Richard Thaler y Cass Sunstein – el primero de ellos premio Nobel de Economía en 2017 – para hacer una reflexión y una propuesta sobre la manera en la que se está abordando la responsabilidad y el papel de la ciudadanía en la contención del coronavirus.

Lo primero que habría que abordar es cómo se ha señalado por lo general a la población, y especialmente a una parte de ella – la juventud, como culpable de los males que nos aquejan, dejando de un lado los defectos en las políticas de anticipación a la segunda (y todo apunta que a la tercera) ola que parecía que nos iba a dar un respiro hasta otoño pero que se nos vino encima en cuanto se bajó un poco la guardia.

Lo segundo que me gustaría resaltar es que parece haber más un problema de gestión de recursos que de disponibilidad. Los obstáculos tradicionales del funcionamiento de la administración pública, derivados de una legislación muy enfocada en las fases de contratación, pero deficiente en cuanto al control, se han acentuado aún más cuando ha habido que reaccionar con agilidad contratando más personas, servicios, suministros, etc. No hablaré, por una vez, de la contratación pública en este blog, porque su comportamiento general en época de emergencia daría para innumerables publicaciones.

Y lo tercero, relacionado con el primer punto, son las motivaciones que se le han dado a la ciudadanía para ser participantes activos en la reducción del impacto de la epidemia. Se ha apelado a una responsabilidad comunitaria de la que no se ha dado ejemplo a nivel político con multitud de luchas partidistas y declaraciones altisonantes ante las que puedo imaginar al virus frotándose sus (inexistentes) manos. Se ha hecho una comunicación a todas luces mejorable tanto en términos de datos como de las medidas. No hubiera costado mucho – al menos de manera técnica – establecer indicadores a partir de los cuales retroceder de fase hasta llegar al estado de alarma si hubiese sido necesario. En Canarias, dicho sea sin la pasión del localismo, creo que ha hecho una buena gestión y se ha establecido un sistema de “semáforos” fácilmente comprensible.

Pero volvamos a los incentivos de la ciudadanía. Con la situación actual se perciben dos ventajas al cumplir las normas en vigor: la primera, de Perogrullo a pesar de ciertos reductos negacionistas, disminuir las situaciones que puedan poner en riesgo su vida. La segunda, es evitar recibir una sanción, en la manera en la que se articule. Esta parte conlleva en muchas ocasiones no un respeto convencido sino la apariencia de cumplimiento, con una picaresca que puede llegar a niveles insospechado y no previsto por las autoridades.

¿Qué pasaría si se combina lo anterior con un sistema de recompensas? Los ayuntamientos, grandes olvidados/ausentes de la gestión de la pandemia, cuentan con un sistema incentivos municipales en forma de reducción de tasas, exenciones fiscales, etc. que podrían ir de la mano de la reducción de la incidencia Covid en el territorio municipal/insular.

A modo de ejemplo, y tomando el caso de Tenerife, si se consigue mantener la incidencia por debajo de 50 casos por 100.000 puede reabrirse el turismo con la mayoría de los países emisores, lo cual revertiría en mayores ingresos fiscales para los ayuntamientos y, por lo tanto, en mayores posibilidades de financiación sin recurrir a los mercados de deuda. ¿Sería descabellado que el Cabildo declarara que si la incidencia se mantiene por debajo de ese nivel podrían articularse rebajas en ciertas tasas, precios públicos, etc. que dependen de él?

Quizás sí lo fuera, quizás no funcionara, pero es una vía que no se ha explorado y que realmente supondría poner a la ciudadanía frente a un espejo de las consecuencias (en este caso buenas por una vez) que tendrían las acciones positivas para controlar la pandemia. La alternativa me parece más atractiva que el actual sistema de “portarse bien» para evitar una multa o por el bien del prójimo (y menos en un mundo donde las tazas de Mr. Wonderful no habla ninguna de ayudar a los demás o de hacer del mundo un lugar mejor (salvo el propio).

Las políticas públicas hace tiempo que necesitan experimentar, buscar cosas nuevas en las que, probablemente, pueda haber fallos pero que al menos mostrarían las vías que no se deben seguir. Una cosa me parece fundamental, la administración debe confiar en los administrados y no funcionar bajo el principio de desconfianza imperante.

Esta breve propuesta que aquí se presenta necesita desarrollo y estaré encantado de hacerlo, que para eso está la universidad. Pero creo que abrir vías nuevas, funcionar cómo se funciona en la ciencia, probar y equivocarse hasta acertar. Sólo así, haciendo cosas nuevas, daremos con una solución que nos permita asegurar el futuro.

Javier Mendoza Jiménez


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